martes, 18 de octubre de 2022

Roger Waters This is not a Drill Tour

 Roger Waters

This is not a Drill Tour 

Palacio de los Deportes

14 & 15 de octubre

Fotos Edith Aideé & Alberthall



Trimestre de Cine en la UAM Xochimilco. 


El auditorio del edificio que alberga los laboratorios de la carrera de Ciencias de la Comunicación comienza a llenarse de alumnas y alumnos.

Esa tarde el auditorio se volvió un  templo de cine.


Se  apagan sus luces y comienza la proyección de una cinta apoteósica,  inquietante y hasta cierto punto perturbadora.


La historia quizá no compite con épicas de guerra, pero sus gráficos nos transportan a otros mundos. 


Plantas gigantes que se devoran entre sí, estudiantes a los que se les exprimen los pensamientos, águilas de metal expuestas a lo largo de un campo de batalla, bombas que surcan los cielos.


La mente de Pinky está a punto de colapsar.


Ahí comenzó todo




Roger Waters me provoca lo mismo, siempre.


Entre su música experimental mezcla de la vieja psicodelia e incipiente progresivo y las imágenes color violeta de las paredes del legendario All Saints Hall de Londres, es inevitable trasladarse en el tiempo para constatar cómo la historia se repite.

Siempre un viaje a los tiempos del nacimiento de una banda que se apartó de la invasión inglesa para irse al ángulo opuesto en el que Syd Barrett osaba en plenitud de facultades, extraer ácido eléctrico del pentagrama.

“En esos años decidimos comenzar a proyectar figuras con irregulares colores en las paredes” dijo alguna vez  Waters ( libro: I was there, gigs that change the world)


Mirando las fotografías de esas tocadas se observa esa especie de caleidoscopio reflejado en el viejo recinto londinense.


Pink Floyd sin embargo fue la banda que menos invirtió en escenarios en los 70 hasta la llegada de su concepto The Wall.

Floyd basaba su ira en el concepto orgánico de las líricas, eje sobre el cual el legendario cuarteto extendió una rama única del rock progresivo.


De ahí que la descomunal central eléctrica -razón visual del disco Animals- extendida en la imaginación de los presentes desde la primera imagen,  contrasta en mi mente con el mítico documental de 1971 filmado en un teatro griego en Pompeya, Italia

.

Aislamiento que concedió a la banda una atmósfera irrepetible.


Recuerdo en el año 2005 estar escuchando Echoes en una de las tribunas de aquellos teatros  mientras el guía de turistas en un fino italiano nos relataba alguna de las obras que se escenificaron ahí.


Yo estoy aislado.


De tal forma que mientras Roger Waters enlaza Animals, yo viajo mentalmente a Pompeya.


Es un viaje individual, como siempre lo fue Pink Floyd aun antes de la llegada de David Gilmour.

Y poco importa si el recorrido comienza con Waters, Mason y Wright, al final es toda la enciclopedia en nuestra memoria, es un cónclave infernal.


El Palacio lo miró como hace cuatro años en el foro o años atrás en el Zócalo, sin demasiados cambios que no sean los gobiernos que lo han visto imponer sentencias en pantallas transversales y desde luego sobre la piel sintética de Aigie, volátil impura sociedad. 


De enorme significado poder mirar a Waters  nuevamente, cuando estrictamente lo observan nuevas generaciones. En el pasado lo miramos bajo estímulos semejantes.

Son vínculos contestatarios que el mismo músico ha provocado en el desarrollo de sus conciertos desde las últimas dos décadas en  que ha estado presentando obra en México.





This is not a Drill Tour mantiene un guión poderoso aunque ya con pocas sorpresas visuales  como lo fueron las inolvidables noches de The Wall en 2010 y 2012.


Un despliegue técnico sólido difícilmente concebido por artista alguno en ese juego audiovisual que monta este hombre cada vez que sale al mundo a dar su mensaje.


Su  pluma crítica, ya sea por la edad o ciertamente por una consciencia tardíamente exhibida  lo coloca antes sus acérrimos críticos como oportunista y falso juez de corrientes políticas.


De cualquier forma hay razones para seguir mirando las enormes pantallas y escuchando obras legendarias extraídas del muro o de la central eléctrica. 


Un concepto único e inigualable para exponer al mundo esa parte existente en todo ser humano, hemisferio contestatario que en principio debe dictar un NO como respuesta a cualquier afirmación, antes de ceder y abrir guardia.


De Pompeya al Palacio de los Deportes nuevamente..

De una sobria psicodelia a los colores del nuevo siglo en que las imágenes Syd Barret se columpiaban entre la realidad y la ficción que enmarca con añoranza el bajista, al observar al efímero compositor ausente.


Más allá de los mensajes electrónicos oportunos o no, o de los graffiti inscritos en el animal que vuela sobre nuestras cabezas, la fuerza descomunal fue, es y será la música.

Ahí radica el verdadero poder de atracción.

La obra de Roger Waters movió de nuevo una de las culturas que quedan vivas, la cultura del rock.

A lo largo de casi tres años los fans guardaron sus boletos, esos que el covid quiso destruir, pero que en estantes, cajones o como en mi caso en el interior del disco Final Cut se mantuvieron a la espera del gran día.

“Gracias por estar aquí en especial a quienes compraron su boleto hace 2 años'', dijo Waters.


De ese tamaño el cariño por el ex bajista de Pink Floyd.



La réplica de las dos horas y media de los conciertos celebrados en el Palacio de los Deportes fue un bello corte final a la entrega de los fans.

La mayoría no nacían cuando The Pink Floyd comenzaba su línea de tiempo en el templo de todos los santos, en Notting Hill, pero la música trascendió de generación en generación.

El rock no nació para ser comprendido, sino asimilado.

Los martillos que visualizó Alan Parker están ahí, esos mismos que me volaron la mente hace casi 40 años

Seguimos siendo afortunados de poder mirar la historia de la música frente a nosotros.


Waters se fue, ¿volverá?


Un lado oscuro brillará  eternamente en nuestros corazones, mientras el prisma que cruza la pirámide seguirá iluminando a la raza humana.





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