Eran cerca de las 5 de la tarde cuando mi amigo José Luís y el que estas líneas escribe recibieron el telefonazo que nos daba instrucciones de presentarnos en la alberca Olímpica esa misma noche para irnos a apoyar al equipo de trabajo que encabezaba conocido miembro de la política nacional.
Apenas quince días antes de este llamado los indígenas se habían levantado en armas para desestabilizar al gobierno, el gobierno de Salinas, iniciaba el durísimo 1994. Era enero 13.
Así tomamos aquel Golf de mi amigo y llegamos sin saber realmente a lo que íbamos, me refiero a las funciones específicas; pero en los 20’s la aventura justifica todo.
Después de varias horas de carretera en la total oscuridad y siguiendo a la caravana llegamos al estado de mi madre, Chiapas, ahí nació aun cuando ella se considera Tabasqueña. No importa. Llegamos a Chiapas, a San Cristóbal de las Casas y derechito a una posada a descansar del largísimo viaje que entre pequeñas escalas se completó.
Jamás, obvio, imaginé conocer por vez primera este bellísimo estado de la República ( el de mi madre) bajo esas condiciones por momentos escalofriantes. Los primeros retenes nos dieron la bienvenida.
Demasiado frío.
A la mañana siguiente la luz del día no apartó en lo absoluto el desolado escenario de una ciudad que parecía muerta, abandonada, con verdadero olor a muerte. El trajín comenzaría yendo a visitar albergues para reportar de inmediato que víveres, medicinas y ropa podría hacerle falta a las familias que habían quedado marginadas ante la toma de los insurgentes.
Más allá de posiciones políticas y con la poca conciencia de lo que realmente estaba sucediendo fuimos aprendiendo mucho de todo. De lo que teníamos y habíamos perdido, la tan llevada y traída Paz. Que México era realmente un mosaico, y que este era uno de los tantos México que existen, uno por cierto, implacable, real, táctil, crudo. Se nos partía el corazón al ver a los niños ondeando banderas blancas en medio de tan hermosos paisajes. Suspiro.
Don Plutarco camina diariamente a tocar el Violín a uno de los retenes militares que tienen acordonada la zona en la que el vivía. Tiene que hacerlo para darle significado a la lucha, una que para ellos justifica el sacrificio en todo orden.
La cinta corre y con ella el retrato de nuestro país comienza a reflejar imágenes, sentimientos, estados de ánimo, en blanco y negro ¿para que el color? El color es para adornar árboles de navidad. Y el entorno de este movimiento nada tiene que ver con fiesta, aquí no hay nada que festejar….por ahora.
La referencia directa al movimiento del EZLN que encabezó (encabeza) el Sub comandante Insurgente Marcos, de quien tuve ocasión de leer cartas verdaderamente impactantes allá en San Cristóbal en 1994, me llevo a adentrarme aún más en esta cinta.
Estéticamente es perfecta, la escena en la que Don Plutarco se va retirando del campamento militar dando la espalda sobre la mula dice todo con el sonido del andar. El blanco y negro intensifica las escenas y las hace arte.
El Violín no sólo se ve, se respira, se huele, se siente, por ello es una película diferente.
El diálogo entre Don Plutarco y su nieto es único, inteligente, la forma de explicar la situación que está privando y que el pequeño no alcanza a comprender en ese momento. Un diálogo más con su hijo, hace esbozar una sonrisa, antes de darnos cuenta de que en esta cinta eso no se vale.
El México que muchas veces no vemos o no queremos ver está detrás de los árboles, detrás de los pastizales y de la vegetación más formidable, pero también detrás del rifle que en forma violín nos roba el último aliento…
Desde las Montañas del Sureste Mexicano….arte.
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